Parece una obviedad pero siempre que me observo comiendo, mi medida ha sido impuesta por el entorno. Y yo, como buena y obediente, me comía todo lo que se me servía en el plato. Luego fueron dos platos, para no despreciar. 
He sido obediente y nunca dejé nada en el plato. Me parecía que había que aprovechar todo. 
La mayoría de la gente que conozco acostumbra a aprovechar al máximo la comida, y guardan los restos para el día siguiente, como si no hacerlo fuese un gesto de prodigalidad, de no cuidar la economía del hogar.
Esto era explicable hasta hace ya unos cuantos años, en que la comida era un bien escaso. Hoy en día hay oferta de comida, sin discriminar su calidad, por todos lados. Salvo en los casos en que la comida falta, por pobreza extrema. Aún así, acumular restos y sobras no asegura la supervivencia, en un mundo donde la mejor forma de sobrevivir es usando la inteligencia y optimizando los recursos. 
ACUMULAR ES HOY LO CONTRARIO QUE HACER UN USO APROPIADO DE LAS COSAS. 
De lo que debemos cuidarnos, en la mayoría de los casos, es del exceso de oferta, de las famosas sobras, que en vez de «tirarlas» a la basura, solemos TIRARLAS PARA ADENTRO, al tacho del cuerpo. 
Pensar en esto me ha llevado a repensar en cuál es mi medida en la comida. Con el tiempo fui descubriendo que, una vez calmada la voracidad inicial propia de mi personalidad ansiosa, mi medida es bastante más acotada de lo que yo creía. 
Cuando puedo ELEGIR, sin devorar, elijo una porción pequeña, y pruebo de todo. 
Encontré MI PORCIÓN. Y gracias a ello, me mantengo en el mismo peso hace muchos años comiendo de todo, pero no todo a la vez, ni todo junto.
No repito porciones, como si fuese la última comida. No me pongo más a dietas estrictas que me llevan a los consabidos atracones posteriores para compensar.
La vida está más llena de tonalidades que de blancos y negros.